Un antepasado, con mi mismo nombre, surcó los mares como capitán de la goleta «Virgen del Mar (aquí viene algo ilegible) Palma». Lo único que tengo suyo es un grabado del navío sobre un agua azul y nerviosa, una luna en cuarto creciente y una fecha, el 21 de agosto de un año que no se cita. ¿Por qué no se cita el año? Es un dilema al que no le he hallado más solución que la obvia, que no importa el año y que el tiempo que intenta capturar el autor de la marina –un tal Roberts, según la firma- ha sido siempre el mismo tiempo, el de mi infancia cuando inquiría a mi padre por ese oficial de fábula y, juntos, le suponíamos mil gestas, y también el de ahora, cuando escruto el paisaje y siento un peso enorme y silencioso ante esa mar azul, ese velero inmóvil, esa luna oblicua, encogida y blanca, muy blanca.
Así las cosas, y aunque nada sé de mi ilustre ancestro, sí me gusta lo que de él imagino. Igual no soy muy congruente con la memoria histórica, pero paciencia. Seguro que podría enviarle noticia del asunto al juez Garzón y ver si su señoría le encuentra la fosa y también la seña, el adjetivo de mártir o verdugo, la máscara de genocida, pirata o traficante de especias en algún mar austral. No lo haré porque hay enigmas y mitos que más vale no mutilar con prosaicas relecturas.
La gente anda escindida. Suele ocurrir siempre, pero más cuando el presente –ese lugar inexacto y fugaz- no colma las esperanzas. Quizás habría que revisar, antes, qué genera conflictos entre la realidad y el deseo y, luego, por qué lo hace y cuándo y cómo, pero ese no es el tema de estas líneas. Así, mientras unos miran al pasado, otros lo hacen hacia el futuro sabiendo que es difícil elegir entre dos ficciones. Toca espabilar y si en la UIB esterilizan ensaimadas, mientras la OCB propone una sanidad lingüísticamente pura, el gobierno de Antich ya tarda en poner manos a la obra a los 80.000 parados que se vaticinan en la noble tarea de desbrozar la tierra en busca del buen republicano, ese tesoro.
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