La hora del desencanto
La Telaraña en El Mundo.
Esto no es la democracia que esperábamos, me comentó el poeta y químico Ángel Terrón, al toparnos en la calle y departir, como si tal cosa, sobre la corrupción sin ponerle nombres ni apellidos, mientras un perro blanco retozaba con su correa y yo intentaba librarme del sueño atrasado de una siesta rota a destiempo. No era esto, dijo. Dije. O sí, dijimos, para ocuparnos, luego, de otros temas, de los hijos, por ejemplo, de lo demasiado fácil -o difícil, quién sabe- que se lo hemos puesto o pusimos, de la educación, de la falta de educación, del último tren de la UNED al tren perdido de la UIB, del alcohol, las drogas y la crisis, de cómo unos salen a flote y otros no, de la incultura general, particular y hasta oblicua. La que ahora llaman transversal y no sé por qué.
Al dejarle me invadió la paz y la tristeza -ambas, pero, en realidad, ni una ni otra- de saber que el mundo se resume en pocas palabras y aún así continúa su imperturbable ronda, como también hacemos nosotros, y son esas pocas palabras las que mueren o son silenciadas. O algo peor. Se olvidan.
Ahora podría escribir sobre el adiós de Nadal, las psicofonías de Video-U, las demandas de Sampol sobre Ruanda, el místico frente popular de Grosske o las manifestaciones pacifistas a ritmo de esteladas. Pero con eso no les iba a salvar el día ni a quitarme el persistente mal sabor de boca que la actualidad me deja. Al revés.
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