Los paraísos perdidos
La respuesta a la pregunta del sábado en El Mundo: ¿Cree conveniente trasladar el Casino de Mallorca a Porto Pi?
No. La calidad de vida tiene mucho que ver con tener cerca, cuanto más a mano, mejor, todo aquello que podamos necesitar. Hablo de un catálogo enorme de imprevistos. Un estanco, una farmacia, un hospital y un bar con una tertulia, a ser posible, amigable, por ejemplo. Pero la lista podríamos alargarla con mil y un equipamientos, tan próximos a nosotros, que el mundo parecería una imaginaria vía de cintura de nuestros deseos y necesidades, un cinturón -una especie de milla dorada- que nos apretara sin ahogarnos: el nudo mismo de nuestro propio ombligo. Es mucho pedir, lo sé. Pero por pedir que no quede. Es gratis.
Quizá por eso me gustan las distancias cortas y las demoras mínimas, tanto con las personas como con los lugares y las cosas. ¡Por no hablar de las ideas! Ello explicaría que desde la apertura del Casino de Mallorca, entre las rotondas y arboledas de Calviá, sólo haya pisado sus moquetas de tréboles, ruletas, dados y tragaperras en dos ocasiones. Una, para echarle un pulso fugaz al azar -que, por supuesto, perdí- y otra, para asistir a la exposición de unas pinturas de Rosa Palou Rubí, magnífica pintora, que si apenas recordamos, es porque nunca quiso entregarse, al menos en cuerpo y alma, a la vorágine mercantil y mediática de los marchantes y su arribismo coyuntural. Uno siempre se acaba reconociendo en su estirpe, aunque nuestro parentesco fuera colateral.
Parecería, pues, que un Casino a la vereda de donde vivo colmaría, también, mi secreta y nunca desvelada ludopatía, pero no es así. Porto Pi me queda tan lejos, al menos en espíritu (las distancias son sólo pinceladas de un paisaje que cada cual interpreta según lo siente) como Calviá. Hay sitios mejores. El edificio de La Misericordia, por ejemplo. Allí, a unos cincuenta escasos metros de donde resido, la banca (en este caso, la del Consell, esa metáfora inagotable de lo superfluo e inútil) ya tiene experiencia en ganar, como por arte de magia o mafia, sin arriesgar ni un ápice. Allí las piedras, los torreones, los jardines y los patios, perfectos conocedores de que las cartas llevan, siempre, alguna marca indeleble, conforman el escenario y el decorado más acordes con ese juego trivial de la vida que consiste en dejarse seducir por las ilusiones y acabar estrellándose contra los arrecifes de la realidad. De ahí a añorar los paraísos perdidos ya sólo hay un paso.
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