A veces me pregunto si la edad ayuda a cimentar y construir
un discurso que pueda calificarse de coherente. O todo lo coherente, al menos,
que nos está permitido cuando la espiral de los sentimientos no nos concede ni
un instante de tregua. No nos detendremos, pues, para que la dinámica del
pensamiento no se nos rompa y nos deje como suspendidos de un hilo silencioso
que algún día, y eso sí lo sabemos, acabará rompiéndose.
Preguntas así, es decir, sin respuesta, son las que nos
hacemos cuando el año concluye y, entre la bruma navideña, una especie de ciclo
o de serpentina se cierra y abre en nosotros. Nos vemos en el espejo de los
otros y nos decimos que somos como ellos. Tan burros, inteligentes, raros. Tan
singulares, sobre todo, cuando nos dejan ser tal y como somos. Sí, ya sé que
eso no sucede siempre, pero nadie dijo que vivir tuviera que ser fácil. No lo
es.
Con todo, la hora del balance asusta. Si el video de un
rapero coreano a lomos de un caballo imaginario es lo más celebrado durante los
doce últimos meses es como para pensar que el futuro de la humanidad corre
serio peligro. Suerte tenemos de saber que el márquetin sólo dura lo que un
temblor. O un parpadeo. Como la vida misma, claro; pero esa es otra historia.
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