Lo dijo en voz muy alta. «La UIB es la encargada del proceso
de normalización lingüística», afirmó Monserrat
Casas, como si ello fuera un motivo de orgullo o de excelencia, un bajo
palio intocable en el contexto de la asfixia económica que 50 universidades
públicas, nada menos, aseguran estar padeciendo; y yo les creo.
Es lógico que en un país donde se construyen, casi que por
esnobismo, tantos aeropuertos inútiles como palacios de congresos o
universidades espectrales en mitad de ninguna parte, falten luego aviones,
pasajeros, congresistas y hasta buenos alumnos; y sobren, en cambio, una
pléyade de fantasmas dando la murga con sus cadenas, sus sábanas polvorientas y
su lengua propia convertida en exclusiva y, si les dejásemos, en única.
Pero el tema de la protesta era quejarse de que la
universidad balear ha sufrido un recorte del 21% en los últimos cuatro años
mientras el número de alumnos se ha incrementado un 10%. No sabría colegir
cuánto daño le hace eso a nuestra siempre difícil normalización, porque los
anormales que somos, mal que nos pese, apenas sí utilizamos el fantástico metro
-de hecho, un submarino, en según qué épocas del año- que les construimos; y
aún no sé muy bien para qué. Porque para emigrar no vale.
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