No va mucho, o quizá nada, del seguir reivindicando «nuestra
identidad», como pidió Francina Armengol
al concluir los fastos dialécticos del treinta aniversario del Estatut, a la
persistente reclamación del «derecho a decidir», que protagonizó, en el mismo
lugar y a la misma hora, Biel Barceló.
La verdad es que ya no sé de qué me sorprendo (y hasta puede
que no lo haga y sólo lo esté fingiendo) y que, de hecho, conceptos como
identidad o derecho a decidir me parezcan simples gruñidos guturales, meras
especulaciones, el último pretexto al que se aferran los que no saben qué hacer
con sus propias vidas y no tienen otra peor que querer ocuparse de las
nuestras. Vade retro.
Pasa lo mismo, más o menos, con la lengua y el territorio.
El CEIP Pràctiques de Palma (de Mallorca, por supuesto) justifica su absoluta
inmersión lingüística en que el catalán es la lengua que aquí se habla. Miren.
Ya no me quedan ni fuerzas para reiterar que los territorios tienen arbolillos
y acantilados, tienen frondosos valles y hasta, quizá, montañas nevadas. Tienen
ciudades envueltas en sol o niebla. Un montón de vistas inmejorables y no pocos
albañales vergonzosos. Tienen de todo, pues, salvo lengua, que es patrimonio
exclusivo (y casi que el único que nos queda) de los seres humanos. Al menos
hasta que nos la quiten. Si pueden. O si les dejamos.
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