Érase una vez. O decíamos ayer. Cerré los ojos mientras imaginaba
el temblor de la hoja reseca de un calendario en blanco y negro. 1984, por
supuesto. O 2031, también. Pero al volver a abrirlos, hace tan sólo un instante,
no pude sino constatar cómo se curva el tiempo sobre sí mismo y los eventos se
repiten y las situaciones se solapan. El mundo se convierte en un corazón con
las arterias bloqueadas y muy pocos logran, pese al esfuerzo y los quebrantos,
llegar a la Plaza Taksim de sus sueños o reivindicaciones, que no son lo mismo.
Ni por asomo. Pero para explicarlo nos haría falta un lenguaje entero y no dos
o tres gramáticas errantes.
El calendario sigue, inmóvil, en su tiempo detenido
mientras, en el blanco y negro de mi memoria, reaparece la misma cuchilla
ensangrentada de Buñuel y Dalí, clavada en el gran Ojo que nos
vigila. Ahora como entonces. Y como siempre.
Será la seguridad. O será el miedo. O ambos, en plena
arritmia de este sueño intermitente con la libertad al fondo: esa figura de
escayola sobre mármol. Pero alguien puede estar leyendo estas líneas al mismo
tiempo que las escribo. Pues ya podría corregírmelas. O no, mejor que no. Tampoco
sabría. ¡Qué negro el poder y qué negro su celaje, su tormenta extendida, su
simulacro de un mundo mejor o, incluso, perfecto! Un 1984 (o 2031) negro y eterno,
como la puesta en escena colectiva de los dos minutos del odio. Pero ya no sé
si el perro sigue siendo andaluz o sólo negro, como su negra sombra. O una
oveja esquilmada y raquítica, tal vez indefensa, creo que superviviente.
Desconfiada y hasta puede que herida. La oveja negra. Queridísima.
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