Se nos ha mezclado el Apocalipsis (que sí, que parece la
narración del fin de los tiempos, pero que sólo es una profecía contra los
horrores del utilitarismo: no una lápida, sino un fermento) con las cifras inverosímiles
de una crisis que, al margen del rostro demacrado y humano, demasiado humano,
de los recortes, los impuestos y las intervenciones, tiene también mucho de
juego virtual; es decir, de hordas de hackers manipulando a la velocidad del
vértigo las volátiles órdenes de compra y venta, los índices bursátiles, el
globo sonda a punto de estallar de una economía que ya no es un trueque entre
semejantes, sino una auténtica perversión.
Toca, pues, refugiarse en hechos menores y auscultar, en
ellos, tanto la sombra del fracaso o el desastre general -esa bruma que tarde o
temprano acabará diluyéndose o convirtiéndose en otra cosa: quién sabe en qué-
como la del esfuerzo o el valor solitario de seguir, pese a todo, siendo resignadamente
fieles a sí mismos. Sólo disponemos, al parecer, de una única vida. Convendría
aprovecharla.
Paseo por las Ramblas, ya sin duques, pero con la recién
estrenada Feria del Libro en plena ebullición, como si fuera, y ahora sí lo es,
una prolongación de mis monólogos interiores calle Olmos arriba y abajo. De eso
ya hablé en algún poemario que casi nadie leyó. Ahora me contento -y no es
poco- con encontrarme con un par de libreros o escritores amigos y aprovechar
las sombras de los árboles para que el olor vegetal del papel nos cubra de
palabras y de metáforas. Al fin, de algo real.
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