Desde siempre los observo con tanta sorna como cariño. Me
resultan cargantes. Incapaces y frívolos. Procaces. Mendaces. Quizá
imprescindibles. ¿Quiénes? ¿Los políticos? ¿Todos? No, pero sí. Déjenme,
mientras tanto, que juegue, si no con ellos, sí con el hervor de las palabras,
con el filo frío de los adjetivos como peonzas danzando entre las brasas de un
ruedo imaginario. Y alrededor, la muchedumbre, el gentío de la historia, la del
pasado y el futuro, ambas aplacadas: la una, por la asfixia del tiempo vencido
y la otra, por la imposibilidad física de su nacimiento. De su existencia,
incluso. O no hay futuro. O el futuro no pasa por ellos.
Pero no exageremos. Estamos convalecientes y nos
entretienen. Bien que se lo cobran. O no. Pero vaya nivel que nos demuestran.
Pensé en ello mientras Francina Armengol
hablaba, en un telediario local, del futuro republicano que se nos aproxima
como si hablara, en fin, de los brotes verdes de la hipotética cesta de la
compra en un idílico y ya resuelto futuro inmediato. Socialista. Federal. No sé
si obrero. ¿Español? Qué importa eso.
A la receta -sazonada, luego, por Patxi López, con alguna que otra pirueta dialéctica entre
nacionalismo, contabilidad y gestión de los hechos diferenciales- le faltaron
los requiebros perfumados de algunas especies salvajes, el tizne imborrable de las
hierbas montaraces, la sonrisa triunfal y risueña de quien se acaba creyendo todo
lo que dice. Esa credibilidad le falta al PSIB, pero ¿quién se la desea sin
deseársela a sí mismo? Pues eso. Nadie.
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