No sé muy bien qué parte porcentual de lo que somos se lo
debemos a lo que aprendimos en los años rápidos de la escuela o, más tarde, ya
en la universidad rota por el vértigo del despertar, la transición, esas
interminables jornadas hormonales en las que el sudor y la fiebre (y la
fascinación por la quimera) nos acababan venciendo mientras hurgábamos en el único
mandato que parece tener sentido en toda esta extraña avalancha sintética de
contradicciones que es la vida: conocerse pese a todo, conocerse gracias a cuanto,
día a día, nos va pasando, conocerse para que lo que nos habrá, aún, de pasar
no haga sino añadir algún que otro perfil de insaciable curiosidad en nuestras
vidas.
Todo ello pese a padecer la peor sucesión de sistemas
educativos posibles. Un auténtico viacrucis desde las aulas grises del
finiquito del franquismo a las aulas igualmente grises de un simulacro de
democracia, que ha acabado por decepcionarnos tanto como nos llegó a ilusionar en
el inocente fragor de su momento. O quizá más.
Pero todos los caminos, hasta éste, conducen a alguna parte;
incluso a algún punto muerto en alguna encrucijada. Así, inmersos en un fracaso
educativo en marcha (que, en España, es como un inevitable volver a la zona
cero y a las ruinas de la inteligencia tras cada previsible y deseable cambio
de gobierno) sólo nos queda esperar que algunos, los más que sea posible, se
atrevan a ir contracorriente de una marea que sólo tiene la inmersión
lingüística y la asfixia social en su alucinado punto de mira. Ojalá sea así.
Etiquetas: Artículos
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