«Alicia en el país de las maravillas» es un cuento infantil
y también un tratado matemático, una evasión liviana y una seria introspección
en el complejo universo de la lógica, una tierna aventura y una afilada sátira
política, social, educativa e histórica. Una especie de compendio donde acaba
correspondiendo al lector -cómo no- escoger qué universo quiere transitar, en
cuál desea vivir y sumergirse, qué brumas habrán de transportarle hasta ese
lugar interior de la conciencia donde el ser y el estar son exactamente la
misma cosa porque, de hecho, no pueden ser sino lo que son.
Hay que hablar claro, pues. Con Alicia, que es sólo un
señuelo, o sin ella. Con el sueño subterráneo de la realidad o con la pesadilla
mutilada del día a día. Con el pensamiento libre de los eufemismos o con (y,
sobre todo, contra) el juego gramatical que acaba convirtiendo el lenguaje en
cómplice del sectarismo lingüístico o social, la cerrazón y el apartheid nacionalista, la proverbial indigencia
dialéctica contra la historia.
Pero ha venido, mientras tanto, el Tribunal Constitucional a
decirnos lo que ya sabíamos, que no es poco sino mucho y muy de agradecer,
respecto al mérito o la obligación de las lenguas (y de la Lengua) en esa
función pública que es de todos y, se supone, para todos. No iré mucho más
lejos. No es mi trabajo explicar lo que cae por su propio peso como si mirando
el espejo otro universo se abriera y en esas fauces uno pudiera reconocerse,
por igual, a la derecha y a la izquierda de una quebradiza lámina de cristal.
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