Tiene su miga, su aquél y hasta su qué sé yo, llegar a
Palma, agotado y feliz tras una semanita en la más que limpia, limpísima y hasta
cristalina, ciudad de Bilbao y darse de bruces con la marea verde de unas cien
mil personas -una bonita y, desde luego, llamativa minoría- inundando definitivamente
el aire de todos con el revuelo de las pancartas y de las banderas, el ritmo
marcial y redundante de las consignas y el estruendo ripioso y coral de los eslóganes:
la urbe transida, en fin, por una frívola algarabía sin más consistencia que la
inercia espumosa del hervor dominical o la terne resaca del desbarre
ideológico.
Pero analizar con cierto rigor el movimiento compulsivo de
las mareas, como hacerlo con los efectos colaterales del temblor sudoroso de
las fiebres colectivas, esa especie de paludismo de origen infeccioso pero
desconocido, no es precisamente una labor fácil. Al contrario. Hay que saber
acogerse a la coyuntura incomprensible de las metáforas y los símiles. Hay que
saber dejarse arrastrar por el desmitificador tobogán de las comparaciones.
Viene a ser, pues, algo así como entrar en el Museo
Guggenheim, tras haber dado una docena larga de vueltas por sus espectaculares
y cuidadísimos exteriores. La incredulidad, la sorpresa y la admiración inicial
acaban dando paso a una revelación triste y quizá desencantada: el exceso y el derroche
de tanto continente para tan poco contenido. Pues con las mareas humanas y
verdes y no sé si de docentes pasa, más o menos, lo mismo. Nada serio, grave o
irreparable.
Etiquetas: Artículos
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