Cuando el lenguaje hablado -¡y también el escrito!- se
atrinchera en la mediocridad de los lugares comunes, especialmente en el apagado
crisol de los tópicos, y cuando ciertos discursos -a un lado y al otro del
espectro- tan sólo enmascaran la ausencia de conceptos o la tendenciosidad
incalificable, pero mefítica, del proselitismo, no parece que esté de más, en
absoluto, ahondar y hasta elogiar, si cabe, la maltratada figura histórica del
pedante. O de los pedantes.
Cojo nuestro mejor diccionario, que es el de María Moliner, por supuesto, y leo que
define al pedante como «la persona que hace ostentación presuntuosa e
inoportuna de sus conocimientos, con especiales tonos de voz y palabras». El
asunto huele bastante mal, en efecto. Tanto que casi apesta, pero sólo hasta
que seguimos leyendo que el pedante también fue, aunque en tiempos lejanos, «el
maestro que enseñaba la gramática a los niños yendo de casa en casa a pie».
Seguro que esta nueva revisión del pedante, al fin sustantivado, nos acaba
reconciliando con la imagen del hombre gris, siempre sudoroso y algo
excéntrico, con su pesada carga de libros a cuestas y su destino marcado de
portal en portal. Con su pedestre viaje de clase en clase.
Reparo ahora en que escribí unas líneas muy parecidas a
estas en agosto de 1983. No sé qué motivo tuve, entonces, para mezclar las
cosas del espíritu y la vocación con la inercia monstruosa de los que cambiaron
su compromiso público de servicio por el andamiaje oblicuo de una estúpida
huelga. El de ahora sí que lo sé.
Etiquetas: Artículos
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