Parece que no hay nada mejor ni más hermoso que el
gregarismo. La catarsis de esos cánticos uniformes, ese pálpito, esa conmoción de
sentirse, al fin, partes de algo, trozos o quizá desechos, lo que sea, ese coro
de eslóganes simples, entre eufónicos y ripiosos, esas muchedumbres dándose la
mano como si regalándose el alma, ay, como si pudieran. Sonriendo cara al sol
del futuro. O al tiempo detenido de esas camisetas del color del azufre, esa
bandería, esa hora feliz y sectaria, ese baile al filo último del abismo; si no
el de la realidad y su propio músculo interior, el de los arrabales ebrios
donde el deseo es gobernado por la intensidad, acaso incurable, de la herida.
Es en este lugar, medio oculto en el maremágnum olímpico de
las cajas de ahorro, los tantos por cientos en la sombra, el fraude sostenido
del dinero público, el déficit, los recortes y los fondos de reptiles, donde
algunos políticos llevan décadas subastando la existencia a un par de dioses
menores y, aun así, selectos: el territorio, la identidad y la lengua. Nada
menos.
Nunca me he sentido más fuera de lugar ni más alejado de la
auténtica razón de ser del pensamiento, que entre este tipo de conceptos tan
vulnerables y fortuitos. Tan ilusorios y engañosos. Tan trágicos y cobardes.
Tan obvios e intangibles, que se diluyen con sólo nombrarlos. Tan irrespirables,
en fin, que casi prefiero no tener que hablarles de la providencial pestilencia
que, a modo de nubes de argamasa, envuelve a los pueblos y los acaba
convirtiendo en tales. Así nos va.
Etiquetas: Artículos
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