Me resulta no sólo bastante ácido, sino exquisitamente paradójico,
ir esparciendo en dosis reconcentradas -de momento, los martes y los viernes-
estas ligeras (o no tan ligeras) opiniones mías sobre el ir y el venir tránsfuga
de una realidad que, de hecho, no sé si va o si viene. Hasta puede que ni vaya
ni venga y que todo cuanto nos es dado discutir ahora -por ejemplo, la
educación de calidad, el trilingüismo más o menos apolítico, la secesión
secular, los albañales del nacionalismo o la eterna duración de una crisis que
es económica, pero no sólo económica- sean simples excusas, esbozos inacabados
de un viaje sin más origen o desenlace que seguir viajando mientras haya
escalas, colas de embarque y, sobre todo, peajes: rutilantes anuncios de neón en
el atlas turístico de la niebla.
Pero lo primero es saber desmitificarse. Aceptar con
absoluta normalidad que se carece de cualquier tipo de autoridad verificable; y
no sólo eso: también de cualquier competencia normativa sobre lo que es y, muy en
especial, sobre lo que debiera ser.
Ese viejo dilema entre el ser y el deber ser es, quizá, uno
de mis argumentos favoritos de supervivencia. Pero también de oración. Puede,
pues, que mi mundo ideal, ese trasiego de circunstancias, ideas y acciones que
llamo mi propio mundo, no sea, en definitiva, del gusto de casi nadie. No se
trata, por lo tanto, de imponérselo a la gente, sino al revés. Dejar vivir, al
margen de lenguas, banderías y contra informaciones punto cat, debiera ser el
único objetivo común, pero quién sabe.
Etiquetas: Artículos
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