Parece, en fin, que todo, absolutamente todo (y me refiero a
la vida en su conjunto, su haz, su envés, su filo vertiginoso y, a ratos,
cortante, pero también a la sombra interpuesta, subjetiva y ensortijada de
nuestros sueños) es tan sólo una especie de gran apaño de indescriptibles
proporciones, un embrollo infinito de madejas profusamente enredadas, una
maraña de encrucijadas adormecidas, un enjambre tortuoso de corredores subterráneos
sin más luz de salida que el suspiro fingido o la tregua obligada del carro
fúnebre de la actualidad.
Podemos subirnos en él (y en ella: la actualidad tiene lomos
de liquen y crines de yedra ensangrentada) y hasta darnos una rápida vuelta: el
peaje de unas pocas monedas no hace sino confirmarnos que el paisaje entero y
el marco del cuadro y la tela –el pedestal, el telón y hasta el púlpito- que lo
sostienen y enmarcan son parte gramatical de la misma oración convertida en metáfora
alrededor de la ineptitud o, en el peor de los casos, de la incompetencia. Qué
remedio si no da para más.
Ahora tenemos (o tendremos en un futuro
inmediato) un céntrico y elegantísimo Casino justo al lado de donde se celebra el
imprescindible desguace del Mercado del Olivar, la carga y descarga, la
ablación de las frutas y el pescado. Y un simulacro de Palacio de Congresos en
la tierra baldía donde nuestra clase política (la que no está en prisión o cerca) quiere
dibujar un horizonte abierto y se da de bruces con un terne mar de grava y
plomo: de pleitos y litigios sin más orden y concierto que la usura.
Etiquetas: Artículos
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