No resulta muy agradable tener que auscultar continuamente
las razones y las sinrazones de una nueva huelga educativa, cuando todas las
partes (gobierno incluido) nos parecen igual de erradas, diletantes e irresponsables.
Cuando los sindicatos del extensísimo ramo se nos antojan sociedades
oscurísimas y lascivas, con profundas raíces como infinitos tentáculos, que se
hunden en los estratos más subterráneos de la sociedad y la política. Cuando
los docentes, en general, nos recuerdan a los egregios chamanes de alguna remota
tribu perdida en un torbellino estruendoso de espejos o lo que es lo mismo, en
una subasta contra natura de arquetipos pedagógicos.
Cuando en los estudiantes, en fin, y bien que aún desde su frágil
y casi que atávica inocencia, vemos el poco prometedor reflejo de lo que habrá
de venir o de lo que ya está llegando y amenaza con quedarse: un cónclave de
vagos irredentos practicando con mérito las primeras lecciones, los pasos iniciales
de un funambulismo marcial que ya no sé si podrán abandonar en toda su vida.
Quiero decir, pues, que todo este embrollo me supera y me obliga,
por lo tanto, a desconfiar tanto de tirios como de troyanos. Ya hace tiempo que
dejé de creer en el crepitar de las recetas mágicas y de las fórmulas
magistrales. Que abominé de cualquier plan más o menos colectivo que no fuera,
en resumidas cuentas, el fruto manifiesto del esfuerzo individual por
comprender el mundo, descifrar su anómalo funcionamiento y devolverlo,
finalmente, en mejor estado del que nos fue dado. O así.
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