Se encamina el año hacia su habitual crepúsculo, esa cíclica
renovación que renueva casi todo a nuestro alrededor sin renovarnos, apenas,
por dentro. Llueve, mientras tanto, de continuo y de corrido y lo hace, tal
vez, como si por solidaridad entre los cielos y la tierra o por temor, arriba y
abajo, a desangrarse o naufragar, a dejar que el ser (el ser que exactamente somos)
vaya perdiendo su esencia en el transcurso rápido y desangelado de los días.
Nada mejor, pues, que Noviembre, y su aura insípida de falso
recogimiento, para ocultarse (como en un sarcófago) en la frialdad de los
espacios subterráneos, en las salas lívidas, espectral la luz de los neones,
donde la lucidez y la melancolía nos dejan, a ráfagas, con la meditación
entrecortada de la asfixia. Es en esa comunión íntima (personal, pero no
privada, sino pública) donde alcanzaremos, quizá, a ser exactamente quienes
somos. Pero falta saber, después, ahora, cuánto tiempo seremos capaces de soportar
esa cruel y pesada evidencia. Ese vacío imperfecto de aire. Ese enorme almacén
de nada.
En algo así pensé mientras visitaba la excepcional
exposición «Momias Egipcias» (El secreto de la vida eterna) en CaixaForum. Toda
la compleja simbología de un último y desconocido viaje puesta al servicio del
que abandona el mundo y se adentra en lo que no sabemos. Repaso las fotografías
que tomé a escondidas y leo en una de ellas: «Pronunciar el nombre de un muerto
es hacerlo vivir». La frase es de Anjhor,
sacerdote de Tebas. Creo que él ha escrito este artículo por mí.
Etiquetas: Artículos
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