Lo que se da no se quita, sino que se pierde por el camino,
imperceptiblemente, hasta que clama al cielo tanta pérdida y el mundo, entonces,
se alinea con la realidad y se deja, al fin, de palabrerías y espantajos; y si
perdiste la honorabilidad te quedas, obviamente, sin los honores que la adornan.
Sin placa, sin retrato en la Sala del Tiempo, sin medalla, sin títulos
honoríficos, sin nada, salvo las rejas oxidadas y la contabilidad sin saldar de
la Historia: acaso la fe remota en la absolución del olvido, esa amnesia
paulatina, pero férrea. Agotadora.
Pienso, claro, en Munar,
Matas y Urdangarín pero podría hacerlo en muchísima otra gente -hay algo
más que un lujoso banquillo de suplentes en la selección valenciana del mismo
desfalco general de los sentidos: si no de todos, al menos sí del pudor y la
vergüenza ajena- pero lo hago con la misma levedad y desprendimiento que si
estuviera repensando, exactamente, en nada. En nada serio, se entiende.
Está claro, pues, que todas las reencarnaciones de lo mismo,
la misma avaricia y la mismísima usura, acaban teniendo el mismo nombre o uno
muy similar, casi idéntico. Hasta el viejo romanticismo de las revoluciones
industriales y la lucha por la libertad (de ambas, como si la misma cosa) nos
devuelve la imagen lapidaria de nuestras dos grandes centrales sindicales convertidas
en intermediarios, más o menos consentidos y necesarios, del mismo expolio. Mal
asunto que a la lucha de clases, huérfana de estética desde casi siempre, se le
venga abajo, ahora, hasta la ética.
Etiquetas: Artículos
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