«Cuanto más horrible es el mundo, más abstractos nos
volvemos», dijo Paul Klee en
vísperas de la Gran Guerra. O sea, hace unos cien años. Un siglo. Dos o tres
generaciones compartiendo el aire enrarecido de la misma estampida: la lenta o
rápida, pero seguro que intempestiva, descomposición de la humanidad, el fin de
los afectos, la debacle del ser que se mira en el espejo de los demás y acaba
por no reconocerse.
Sucede luego (y luego es ya ahora) que los supervivientes
que fuimos, somos y queremos seguir siendo, aunque cada día más próximos a la
precariedad y al desaliento, vamos armando también nuestras propias listas de
bajas, nuestra peculiar reunión anónima de víctimas que, al caer, nos recuerdan
que unos y otros, simplemente, nos precedemos en la ingrata tarea de cumplir
con las leyes de la naturaleza y que el camino sólo puede ser ese, porque no
hay otro. El domingo murió Lou Reed
y sigo escuchando «Perfect Day» sabiendo que hace un rato largo que ha
anochecido y que estoy en la UCI de los incurables en plena crisis de ansiedad.
O algo así.
Pero todo pasa y queda, no todo, sino una parte, una esquirla,
algún vestigio que nunca se descompone del todo. Será la dignidad. La de las
víctimas y también la de los supervivientes que aún somos, por supuesto, aunque
yo no piense en montar ningún lobby de damnificados por el simple transcurrir
del desahucio de los años y el derribo lento o rápido, pero seguro que
intempestivo, de la salud o la mala suerte, de la ética o la Ley y de sus incomprensibles
resultantes.
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