No resulta muy agradable enfrentarse, cada día, a la puntual
y efervescente información sobre la ristra de violadores, secuestradores, asesinos
y terroristas (etarras) que regresan a las calles con el único pasaporte válido,
quizá, de una condena efectivamente cumplida: la legalidad es un monstruo
mutante que hoy nos sonríe o nos aterroriza sin mudar, siquiera, el rictus de
su rostro. No es fácil, en efecto, encontrarle la salida al laberinto donde
llevamos la vida entera, perdidos, confundidos. Anestesiados.
Pero resulta curioso, revelador y hasta paradójico que
gentes de similar, si no idéntica, calaña reciban un trato del todo opuesto
cuando las vendas de la justicia, no sé si tan opacas como debieran, les abren
las simbólicas puertas de la libertad. Es así, tras un mismo chirrido, desentumecidos
los apretados goznes de la realidad, cuando empieza la huida silenciosa y
solitaria, para unos, y la celebración tumultuosa y popular, para otros. La
soledad y el disfraz de Valentín Tejero.
El olor a multitud y pólvora de Javi de
Usansolo. Sólo son dos ejemplos.
No voy a caer, desde luego, en la trampa dialéctica de dilucidar
qué suerte de razones morales priman la presunta supremacía social de las
perversiones ideológicas y políticas sobre las otras patologías, digamos que comunes.
Pero aquí las palabras nos sirven de muy poco. Lo único seguro es a todos les
espera la misma muerte y que el coro de las víctimas –a cada cual sus propias
víctimas, por supuesto- les va a seguir cantando. Hoy, como hasta el Día Último.
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