Puede que una fotografía sólo sea un instante detenido, una
reducción de los sentidos, un aparte subjetivo de la acción que se nos fija en
la retina sin tener otro vínculo con la realidad que el que queramos otorgarle.
Quizá algo simbólico. El fragmento que salvamos de un sueño o que nos precipita
en una recurrente pesadilla.
Será por eso que no sé qué pinta Francina Armengol, situada entre Rubalcaba y Pere Navarro,
en el epicentro de un mitin en Vall d´Hebron. No sé si su presencia obedece a
la necesidad de mostrar al mundo lo bien que funciona el federalismo cuando ya
no quedan otros eufemismos territoriales (es decir, políticos) por exprimir. O
si conviene contraponer a Rubalcaba, que encarna el centro difuso del nuevo
Estado imaginado por los socialistas (del que sólo sabemos cuánto se asemeja al
actual), el exotismo salvaje de Armengol: los paraísos artificiales de Ultramar
que hay que domesticar cuanto antes. O como sea.
Pero a lo que iba. Dice Armengol que no quiere fronteras
entre Cataluña y Baleares; y ello nos parece muy bien, aunque nos duela el
horror a los falsos límites y al concepto fronterizo en sí mismo: esa línea
imaginaria que no vislumbro en parte alguna y que Armengol establece,
exactamente, alrededor de Cataluña, Baleares y Valencia. Es decir, justo en el
abismo de los Países Catalanes, la entelequia fundacional de su lengua propia. Nada
peor, en fin, que inventarse fronteras e imaginar la realidad como un montón
solapado de mapas contra la libertad, esencialmente nómada, de la existencia.
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