Se va yendo rápido el año con el lento ritual de costumbre.
Miro atrás y observo el confuso arenal de los días que ya pasaron. Miro
adelante y no acierto a saber, con exactitud, qué nos espera; ello me
tranquiliza, porque prefiero pensar (contra la lógica de la experiencia) que
todo está siempre por escribir, que la vida es un renacer sucesivo con sus
sudores, sus contracciones físicas y su llanto. La convicción asfixiante de que
la vida comienza al quebrarse el silencio: recomienza a cada instante como el oleaje
persistente (de nuevo, la bulliciosa Teoría de las Catástrofes y sus múltiples
variantes) en el cementerio marino de Paul
Valéry como en el de nuestras propias vidas.
Voy, pues, de la religión y el caos al caos y la poesía,
como en un trance místico que va a durar, por supuesto, mucho menos de lo que
yo quisiera. Un instante, un parpadeo, un fulgor, una vida.
Pero escribo, en definitiva, al alba de un día de Navidad
que ahora se despereza: cruje el papel rasgado de los regalos junto al árbol de
las luces parpadeantes y hay en las migajas de pan abandonadas sobre la mesa el
recuerdo de algunas risas y algún que otro chascarrillo en torno al discurso
del nuevo Rey. No se puede ser solemne al borde mismo y expectante de las
viandas y el champán descorchado. No se puede ser estrictamente real y
convenir, a fin de cuentas, que lo único que de verdad nos une es el ir y venir
(y también el tira y afloja) de algunos sentimientos. Dependemos de ellos. De
que prevalezcan. Mientras tanto, felices fiestas para todos.
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