Tengo para mí que el aislamiento no hace sino favorecer la
cerrazón totalitaria de las dictaduras a la vez que va hundiendo a la gente en
la desesperación y el cinismo, en la abulia y la dejadez, en el insomnio y el
vértigo indefinidos de no saber si el trabajo forzado de los días y las horas
pertenece al pasado o al futuro, al confuso punto de mira de uno mismo en sí
mismo; en su ombligo, como en la nebulosa diana de un viaje ficticio a ninguna
parte.
Por eso he recibido con expectación y alegría el aviso de
que algo está cambiando entre Cuba y Estados Unidos. Tuve antepasados en esa
isla de café y tornados. Los tuve también en Miami. O en Puerto Rico y Uruguay.
En Larache, Tánger, Tetuán. Los tengo, aunque les haya perdido la pista, en las
áridas tierras de Extremadura y hasta en algún lugar escondido y marítimo de
Cataluña, creo.
Parece, pues, que la sangre dibuja en las páginas terrosas
de mis sueños una suerte de estallido internacional y subjetivo, un sarpullido de
niebla que no es realmente niebla, sino la densa nube de un exquisito cigarro
habano en llamas. Ese fuego me sigue quemando, aunque ya haga año y medio que
no fumo. En la espera, ausculto el estertor anunciado de una guerra fría que se
evapora, lenta y cálida. Burbujeante. Es por eso que, al margen de otros viajes
exóticos, el más urgente es regresar a Campanet, por el intermitente bullicio
de Ses Fonts Ufanes y porque ahí nació mi madre; y es que no hay historia o actualidad
que se sostenga si no forma parte, de algún modo, de la propia biografía.
Etiquetas: Artículos
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