Puede que la verdad y la mentira no existan por sí mismas,
que siempre vayan juntas y muy alborozadas a todas partes y que no haya forma
de distinguirlas con certeza. Puede que sean, pues, algo así como la espesura
impenetrable de un bosque que hay que atravesar cueste lo que cueste, porque es
ley de vida buscar el corazón de las cosas, la escondida hondonada interior
donde alcanzar la paz y dejarse mecer, con parsimonia, por la brisa. Por la
indiferencia meditada. Por la contemplación atenta, ebria y hasta delirante,
del vacío.
Entre tanto, no dejo de observarle el trasfondo y la
coletilla a la mentira (o verdad) organizada bajo el imperio televisivo y feroz
de las apariencias. El «selfie» repetido del pequeño Nicolás (Fran, para los amigos) no hace sino difuminar su rostro
barbilampiño y aumentar, deformando siniestramente su perfil, el de los que se
dejaron fotografiar con él. Del mismo modo, las últimas encuestas que sitúan a Pablo Iglesias (y a Podemos) como
fuerza electoral más votada no hacen sino revelar lo mucho que ignoramos de la
realidad y lo poco que, por desgracia, queremos acabar sabiendo. Puede que en
esa ignorancia basemos todas nuestras esperanzas.
Me temo, en fin, que no existe ninguna pócima más o menos
profana o sagrada, científica o religiosa, que logre transitar de veras, quizá
arremolinándose como lenguas de fuego en el interior atrincherado de nuestras
venas, desde nuestra palpitante (y subjetiva) verdad interior hasta una intocable
(y objetiva) verdad universal. Que tampoco existe, claro.
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