Palma es un buen lugar para ser y sentirse casi del todo
invisible sin tener que esforzarse demasiado. Da gusto, en efecto, recorrer las
cuestas familiares de las calles sabiendo que, a cada rato, podremos saludar (o
dejar de saludar) a un viejo amigo de la infancia, a un vecino de la casa en
ruinas de nuestros sueños, a un editor o a un escritor de siempre o de nunca en
alguna parte de la memoria indecisa de las páginas que ya no recordamos haber escrito.
Hay muchas páginas que no recordamos haber escrito.
Así las cosas, el martes atravesé el oasis urbano arriba de
la Costa de Sa Pols para entrever a Miguel
Dalmau y a Román Piña a punto de
presentar su libro «La mala puta». Me sentí muy próximo a ellos, pero preferí
dejarlos hacer. Hace tiempo que ya no almaceno desilusiones ni tengo ganas de
denunciar todo lo que anda mal (y andará peor) en la literatura, como en tantas
otras disciplinas donde se mezclan los pálpitos interiores con la cruda realidad
de las cuentas corrientes, los balances, el paraíso artificial de la gloria
efímera.
El miércoles, sin embargo, amaneció perfecto. Me pasé por el
Institut d´Estudis Baleàrics a recoger el magnífico monográfico sobre Cristóbal Serra que sus amigos hemos
pergeñado lo mejor que hemos sabido. Anduve leyendo, sonámbulo, algunas páginas
hasta darme de bruces, en un puente sobre la Riera, con Agustín Fernández Mallo. No sé si nos une más la literatura o la
timidez esencial del que sabe que vive, pese a todo, gracias a los demás. A su
presencia. A su invisibilidad metafísica.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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