Una curiosa aglomeración en las escaleras del Mercado del
Olivar me desvió, el sábado pasado, de mis pasos (y también de mis
pensamientos) para ofrecerme el espectáculo de Pedro Sánchez, el líder socialista que aún no se sabe si será el
gran líder socialista de los próximos cuatro años, atendiendo a los medios,
repartiendo sonrisas y estrechando manos; haciéndose selfies (autofotos, en
castellano) con la mamá y la abuela, con los jóvenes, los niños y las niñas,
con el personal radiante y jubiloso de su club de fans. O con el de Francina Armengol, que le acompañaba
presumiendo, en su papel de anfitriona, de sonrisa cómplice y hasta
hospitalaria.
Lo cierto es que las escaleras del Olivar no son
especialmente míticas ni cinematográficas. No dan para ninguna revolución más
allá de las quimeras personales. Allí se reúnen, a veces, algunos mendigos y
piden limosna y comparten el vino. Allí una chica negra baila sola y
atormentada, mientras habla con no se sabe quién a grandes voces.
Pero dejémonos de anécdotas y vayamos al grano. No creo que
exista nada tan agotador y estresante como someterse a ese primer grado de la
multitud y los medios en vivo y en directo. Nada, salvo trabajar de verdad, por
supuesto. Nada, salvo edificar los palacetes y los jardines, las revoluciones,
reformas y contrarreformas de nuestros sueños con el sudor y el esfuerzo de las
propias manos moldeando el barro áspero y gris de los días. Eso es algo que
Armengol, al menos, debería de saber muy bien, pero no estoy muy seguro yo de
que lo sepa. No.
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