Es un clásico que, cuando las hojas del calendario escasean,
nos dé por ponernos a hacer balances; a sumar y restar anécdotas como si la
vida nos fuese en ello y esa contabilidad escondiera buena parte de lo que
somos o queremos ser. Una rebuscada sucesión de muecas y aspavientos, un informulable
catálogo de proyectos, un vertiginoso resquicio de realidad virgen por entre
las estridencias y la promiscuidad de los lugares comunes.
Quiero decir, claro, que no hay balance que resista un
análisis serio más allá del azar y el humor variable de las horas. Abro
Flipboard (que es un magazine digital de lo más aparente) y me encuentro con el
mismo resumen del año que ya leí en la prensa escrita. O en Twitter y Facebook.
Todo es similar cuando depende, en fin, de la prevalencia monstruosa del diseño
y de la íntima convicción de que a nadie le importa un ápice remover el
espléndido lodazal que suele ser (y es) un año entero. Algo que hay que
celebrar cuando acaba, mañana mismo, entre uvas, campanadas y confetis. No es
mala idea olvidar lo que no merece ser recordado.
Pasará, sin embargo, que del año que se va yendo, como de
los que ya se fueron, tercos y parsimoniosos, nos quedará siempre alguna que
otra imagen suelta y acaso inconexa, alguna idea por perfilar, algún nubarrón
repleto de sospechas y temores: la intratable melancolía de haber dejado pasar
otros 365 días sin dar lo mejor de nosotros. O dándolo, que duele mucho más,
cuando lo que hay lo dice todo de nuestras carencias y no tanto de nuestras
posibilidades. O así.
Etiquetas: Artículos
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