A cierta edad, el pasado es un lugar mucho más concurrido
que el presente. Por no hablar del futuro y de esa especie de espantada o
diáspora general que parece serle tan propia a ese hipotético tiempo verbal que
nunca acaba de llegar y que, si llega, es ya otra cosa, siempre otra: quizá material
vencido por la avalancha de la arena en los relojes o el cíclico reciclaje de
las ilusiones; quizá simples conjeturas que no podemos sino archivar para que,
poco a poco, la memoria las despoje de su significado hasta convertirlas en manchas
borrosas y etéreas, sombras sin substancia, elementos, al fin, imperceptibles.
Viene lo anterior por algo que sucedió el martes pasado, a
raíz de la publicación de mi columna titulada «Berlín y Barcelona», en mi muro
de Facebook; ese muro que, como sabemos, no es mío, sino de Mark Zuckerberg y su red social para
exhibicionistas de tomo y lomo o de vuelta y media. Es decir, para gente como
nosotros.
Hay que andar muy escaso de realidad o muy intoxicado de
ficción (o ambas cosas) para pasar de los saludos y besos corteses de la calle
(de todas las calles reales, incluida la calle Melancolía) a los insultos en
Facebook por una independencia de más o de menos. Ya les hablé de las
perversiones asamblearias virtuales. Ya de la irrealidad digital. Ya de los
mundos que decimos haber visto más allá de Orión, pero que no recordamos. Me
gustaría, sin embargo, que no fuera preciso hablarles, también, del agujero
negro, negrísimo, en el que nos acabaremos reuniendo. Todos; y mal que nos
pese, claro.
Etiquetas: Artículos
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