El domingo, al fin, le dediqué una larga media hora de mi
tiempo a la intervención de Pablo
Iglesias en un programa nocturno de La Sexta. Se trataba de una especie de
entrevista, salpicada de publicidad y de presuntas denuncias más o menos
retóricas, enfocada por igual al flujo y reflujo de las masas enfervorizadas (o
coléricas) de Twitter que a la calma silenciosa y expectante de los
telespectadores en la reclusión de sus domicilios, en la previa relajada de sus
merecidas horas de descanso, en la víspera, por lo tanto, de los que debieran
ser sus mejores sueños. O, en su defecto, los de cada día. Quizá los de
siempre.
La entrevista, por supuesto, no pasó de pisotear el fango
alrededor de los tres o cuatro tópicos de rigor. Los desahucios, el milagro de
la renta básica, la grandeza catódica de la economía expansiva, las chirriantes
puertas giratorias de la casta y muy poco más, porque el resto todavía es
indefinición pura y dura, media sonrisa sin cuajar, mero apunte calculadamente
ambiguo.
Con todo, es muy posible que se avecinen tiempos
fascinantes y hasta extraordinarios. Días heroicos en los que la crisis (aguda,
sangrienta y hasta letal) se mezcle con el cambio, con la revuelta y con la
efervescencia de las ideas. Con toda esa prodigiosa metralla que algunos ya
vivimos cuando la Transición y que ahora parece regresar como si nunca se
hubiera ido. Quizá sea así y no nos quede sino darle la bienvenida al pasado
como si fuera el futuro. A la resaca aquella como a un nuevo delirio que
perseguir y alcanzar. Otro.
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