Una mala digestión lo explica casi todo. Justifica hasta el
mal uso que hacemos del lenguaje (en especial de los adjetivos, al
sustantivarlos) convirtiéndolo en un manojo aterido de sílabas que crujen, espantadas,
según el devenir de nuestros caprichos sintácticos o nuestro ver el mundo tal y
como nos conviene verlo. Será que no hay que dejar escapar lo que quisiéramos
nuestro, pese a sospechar que no lo es ni lo será nunca.
Pienso en algunas palabras que nos rondan como espectros que
han tomado cuerpo entre nosotros. Presencia, peso específico, acampada en las
graderías oblicuas del pensamiento. Pienso en la indignación, por ejemplo. En
ese estado sulfuroso del espíritu que sirve para que algunos nos vendan su
mercancía de futuro en los barrios risueños de la igualdad, la justicia, la
libertad, el bienestar, el harén (ni a la diestra ni a la siniestra) de un
cielo huérfano de dioses. Podemos creérnoslo. O no.
La indignación, con todo, no acaba de ser una doctrina
universitaria con visos docentes. Al contrario. La gente indignada no se dedica
a las metáforas ni a tomar el cielo por sorpresa. Los auténticos indignados
debieran arrasar con todo, destruir palacios de invierno, iglesias, bancos, cuarteles,
tomar calles, plazas y hasta ejecutar urbes enteras. La indignación debiera cruzar
el puente de las palabras e ir más allá. Hasta ese punto sin retorno, donde se nos
expulsa del paraíso para que pasemos la vida entera intentando recuperarlo. Se
cierra así el círculo y regresamos al principio. Es decir, donde siempre.
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