De vez en cuando la muerte se queda quieta y va alguien y le
saca una fotografía y en esa nítida imagen, en ese cadáver de un niño sirio que
casi parece de madera, se llama Aylan
Kurdi y yace donde la espuma rompe
sobre la arena, acabamos reconociendo nuestra propia imagen y la de la
humanidad entera, demacrados y taciturnos, desfigurados; y es, entonces, que
Aylan se multiplica y todos nuestros hijos se llaman también Aylan y nos duele ver
que han desembarcado en la lejana orilla del desamparo, en el abismo criminal
de nuestras guerras, nuestra soledad e insignificancia.
Pero toca escapar de la hipnosis y de la quietud fotográfica
y observar el paisaje, alrededor. Los nuevos inquilinos de Cort han acordado
ofrecer Palma como ciudad de acogida, sin encomendarse a dios ni al diablo. Ni
al gobierno de Rajoy, que es a quien
atañe el asunto. Aquí no se sabe, pues, si sobran turistas, como ya se nos dijo,
o si faltan refugiados; y yo no sé si criticar tanta demagogia o si desentenderme
de todo y firmar en el tablón de los más solidarios, de las víctimas
incurables, de los que creen que el mundo perdió la brújula hace ya demasiado
tiempo y no hay cura para tanta infección acumulada, tanta barbarie y absurdo.
Si Cort quiere refugiados o náufragos puede buscarlos en
pleno centro de Palma. Hay bastantes mendigos, por ejemplo, durmiendo bajo las
escuálidas gradas de la Plaza de los Patines. He hablado con algunos de ellos y
no son sirios ni afganos, pero llevan en guerra desde siempre. Sobre todo,
consigo mismos.
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