Andaba ayer, anteayer o hace sólo un rato, como suelo andar casi
siempre, es decir, absorto y como ausente, dándole vueltas a las cosas, aunque sin
acabar de voltearlas. Las cosas son y no son lo que parecen y hasta lo que
imaginamos, lo que les echamos en falta y les otorgamos, porque llevamos hambre
atrasada y las cosas lo saben, se aprovechan y nos torean, nos llevan a su infierno
personal, ese lugar donde los nombres no acaban de cuajar, porque todo es
volátil, circunstancial y efímero. Allí se mezclan el sudor y la brillantina,
las sonrisas del deseo y las miradas oblicuas; ese peculiar ser mallorquín sin
saber muy bien si ese talante existe. Puede que no exista.
Mientras tanto, repaso el álbum de las fotos de la recepción
real en La Almudaina y convengo en que ser de provincias impone cierto estilo y
no menos distanciamiento, cierta elegancia natural y escepticismo, cierto toque
de indiscutible clase que si no quita el aliento sí que nos reconcilia, al
menos, con nosotros mismos equilibrando nuestra ancestral atracción por la
barbarie con nuestra añeja educación turística.
No obstante, nos quedan fuera de rango un pequeño grupito
que prefirieron posar en otra parte, en la parte oscura y salvaje o fúnebre de
la separación y el abandono, ese no lugar
donde el nacionalismo y el populismo (Més y Podemos) se entremezclan hasta
prender fuego a la cortesía y la cordura. Deberían aprender de Miquel Ensenyat, Maite Salord y Xelo Huertas
que supieron, al menos, estar a la altura de sus devaluados cargos.
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