No sé yo, pero contemplo el enorme mural de “street art” que
ha realizado Joan Aguiló en los
aledaños de la estación del tren de Sóller, con el beneplácito general de todas
las autoridades locales y el patrocinio de la empresa Tren de Sóller y la
Fundación Can Prunera, y no acabo de encontrarle a ese niño que juega con el
trenecito de madera de unos sueños a los que ya resulta muy difícil ubicar en
este siglo, no le encuentro, decía, los elementos que siempre caracterizaron a este
tipo de arte, es decir: la sátira corrosiva de las leyes del mercado, el
impacto a contracorriente en la moral o la ética, la ruptura absoluta o
relativa -que sobre eso habría mucho que hablar- de los cánones, el comentario
ácido, la crítica social, el estallido irreverente y la locura subjetiva del
arte precipitándose en sí mismo, en el agujero negro del vandalismo y la
usurpación de la propiedad pública o privada, el muro como lienzo único de una necesaria
y efervescente subversión de la realidad hecha, cómo no, con nocturnidad y
alevosía.
La vida debiera resurgir, pues, de lo más profundo de las
cloacas para que las ciudades, al fin, vuelvan a ser lugares mecidos por el
intermitente pulso propio de sus habitantes de carne y hueso en vez de por la
pulsión ruidosa y asfixiante de los poderes económicos de turno.
Me seduce ese sueño, en efecto, esa utopía de gente que se
quiere libre sin saber, pese a todos los intentos y las simulaciones históricas
realizadas, en qué consiste la libertad. De ahí los excesos y, tal vez, la
violencia; más inútil cuanto más violenta. De ahí las vidas rotas por la
dolorosa sensación de saberse derrotados de antemano. Es cierto, nunca hemos sido
realmente libres. O sí, pero no lo recordamos.
Hasta aquí la teoría, que no es poca cosa. Nada de ella
subyace en el mural de Aguiló, absolutamente nada. Luego viene la estupidez,
por decir algo. Anteayer, José Hila
y Miquel Ensenyat, entre otras
autoridades, inauguraron el mural con los discursos de rigor. Según nuestro
alcalde, estas iniciativas modernizan Palma. Qué cosas que dice Hila, por dios.
Hay que ver cómo anda, cómo va, cómo viene, qué poco o qué mucho, cuánto
cotiza, cuánto vale, cuánto cuesta, qué valor añadido nos ofrece, qué espejismo
nos están vendiendo estos vendedores de humo cuando hablan de modernidad y
sonríen y un niño solitario, allá en su muro de yeso, marés o ladrillo, quiere
ser conductor de un tren que ya no sirve para otra cosa que para transportar
turistas o nostálgicos, quizá, de otros tiempos, de otra velocidad, de otra
forma de vida, la de algún sueño del que, tal vez, aún no hemos despertado.
Paradójicamente.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home