Abraracúrcix, el
jefe de los irreductibles galos de Astérix
y Obélix, no le teme más que a una
cosa en la vida: que el cielo le caiga sobre la cabeza. Pero eso no es algo,
como él bien piensa, que suela suceder todos los días. Así es, menos mal. Paseo
muy a menudo por las estrechas callejuelas del casco viejo de Palma y en no
pocas ocasiones he alzado la vista hacia los balcones repletos de ropa tendida
o de macetas de flores con algo de temor. A Newton se le cayó encima una manzana y acabó descubriendo la ley de
la gravedad. No sé qué descubriríamos nosotros si se nos cayera encima un
balcón entero de piedra, una simbólica tonelada de marés convertido,
finalmente, en un polvoriento montón de escombros.
Es una lástima, pero todo envejece y se deteriora, todo pierde
firmeza y empieza, poco a poco, a encorvarse y a rendir pleitesía progresiva al
paso marcial del tiempo, a mostrar sus arrugas y sus grietas más íntimas con
una mezcla, tal vez demasiado humana, de orgullo y resignación. Sabemos que,
más pronto que tarde, todo se acabará viniendo abajo, pero, qué caramba, eso no
es algo que vaya a suceder hoy. Lo sabe Abraracúrcix, también llamado
"Abrazopartidix" en algunas traducciones del original francés, y lo
sabemos todos: hay que luchar a brazo partido contra la erosión y las llagas del
tiempo; contra esa herida incurable que se nos abre al nacer como si fuéramos
hijos de algún desgarro y de alguna caída absolutamente inevitables. Puede que
así sea.
Paseo por la calle Olmos y observo que están reparando la
dolorida fachada del edificio, ahora con los balcones desfondados, del Bar
Espanya. Espero que el bar no esté cerrado durante demasiado tiempo. Mientras
tanto, me subo hasta San Miguel y, como de costumbre, me entran ganas de entrar
en el Bar Moka a retomar ese café con leche que tomé con mi editor Javier Jover el mismo día, la misma hora,
el mismo instante en que nos conocimos en persona. Es así como los lugares
prenden en nosotros, porque se hicieron un hueco importante en nuestra memoria.
Pero en el desaparecido bar Moka sólo venden, actualmente, ropa y lencería
femenina.
Con todo, la ciudad permanece. No importa demasiado si ayer
me encontré la Plaza Mayor repleta, literalmente, de mierda de caballo expuesta
al sol del mediodía durante, al menos, un par larguísimo de horas. A su
alrededor revoloteaba el top manta. Ignoro dónde estaban los operarios de
Emaya; igual andaban apurando las 36 horas lectivas de sus cursos de catalán,
por ejemplo. Convendría que aprobaran pronto sus certificados lingüísticos por
si los escombros, la basura o la mierda en general necesitan, en fin, que
alguien las recoja.
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