Matar al mensajero
Las líneas que escribo no consiguen, me temo que
afortunadamente, cambiar ni un ápice el mundo en el que vivimos, pero sí que
logran, al menos, conectarme y hasta establecer extrañísimas relaciones conceptuales
con gentes de lo más variado a las que, sin embargo, nunca tuve el placer o el
disgusto de conocer. Pero eso es, quizá, lo de menos; lo importante es que escribí
sobre ellas y que, al hacerlo, las incorporé de algún modo a mi propio catálogo
de los horrores o de las maravillas, las confiné a mi propia agenda, a ese
lugar, no sé si impostado o real, donde me reúno con la actualidad en una
sucesión interminable de surrealistas citas a ciegas donde lo más visible, por
supuesto, es la necesidad insatisfecha de entender al otro como a uno mismo.
Contra esa especie de callejón sin salida o de muro infranqueable nos topamos
una vez y otra.
Repaso, pues, mis papeles y compruebo que ya han pasado casi
cuatro años desde que me ocupé, en estas mismas páginas, del rapero Valtònyc, de sus chirridos y alaridos
más allá de la gramática o la música, los videos de YouTube o los intercambios
de mensajes en lo más infecto y nauseabundo de las redes sociales. Gracias a
Valtònyc, sin embargo, recordé aquellos conciertos, durante los años setenta,
de Lluís Llach, Pi de la Serra o Raimon
en los que, sin duda alguna, fui feliz, porque hay épocas en la vida en las que
nos debemos por completo al furor invencible de nuestras hormonas y todo lo
demás puede y hasta debe esperar; siempre tendremos tiempo, luego, para afilar
algunos conceptos, para matizar e inventar otros, para separar el grano de la
paja o para alcanzar a ser, en fin, lo más parecido posible a lo que realmente
somos. O así.
Hace cuatro años creíamos que Valtònyc era un verso suelto y
absolutamente deshilachado de esa madeja compleja y convulsa del activismo
político más o menos radical, indignado y, tal vez, de izquierdas, por decirlo
de modo que parezca tener sentido, aunque, de hecho, no lo tenga.
Etiquetas: Artículos
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