Antes escribía más que ahora. Podía aguantar ocho, diez o
quince horas frente a la máquina de escribir y la terrible hoja en blanco.
Ocho, diez o quince horas frente a la pantalla líquida de aquellos monitores
CRT que te taladraban el cerebro con sus rayos catódicos y te abonaban a una
resaca de siglos, ciego y totalmente desenfocado de palabras, sinónimos,
metáforas, de conceptos que nunca terminan de cuajar, salvo cuando los
desechas, te los arrancas de adentro, los desactivas y conviertes, finalmente,
en otra cosa.
Nos pasamos la vida convirtiendo las cosas en otras cosas,
porque todo es interpretación, traducción, lenguaje que se revuelve contra sus
costuras, su estrechez e incapacidad para soportar tanta realidad como se nos
viene encima a cada instante. Un alud de sucesos y contradicciones, un montón
de espejismos que nos recuerda esas autopistas al sol de la infancia en que
creíamos ver el mar y el mar era de asfalto, porque las carreteras son de
asfalto y las construyeron con esfuerzo y sudor, con las manos y alguna
sustancia pegajosa, algún lodo primigenio similar al que sirvió para crear el
mundo y convertirlo en el lugar paradójico que es. En efecto, somos lenguaje,
como diría el clásico, pero no sólo lenguaje, porque padecemos multitud de
pulsiones inefables. Absolutamente indecibles.
Estamos, pues, entre lo que podemos expresar y lo que no. O
no del todo. Me asombra que haya gente preocupada por un autobús publicitario
con vulvas y penes o sin ellos, pero con las obviedades de Perogrullo en su
mensaje, dando vueltas y revueltas y un tal Juan José Tenorio (“Valores en Baleares”, nada menos) quiere que
venga esa basura con ruedas y penes o vulvas a Palma y yo no sé si la basura
está en sí misma o en quien la mira y se indigna, torpe, sin ver que no hay
nada tras un espejismo, salvo la dura autopista de cemento por la que viaja en
dirección contraria el autobús de Wyoming;
y yo me quedo solo, tranquilo, con las mismas ganas de abuchear a unos que a
otros.
Algo huele mal en el mundo cuando los censores de ambos
lados dicen defender la misma libertad que se otorgan a sí mismos y niegan al
contrario. ¿Necesita la libertad, tanto defensor a ultranza, a machamartillo, a
la fuerza? Ahora escribo menos que antes. Sé que ninguna enciclopedia me
garantiza la salvación que una simple frase podría, tal vez, otorgarme. Al
final siempre descubrimos que el mundo es demasiado grande y que abarcarlo
requiere de una fe que no poseemos, que nos supera y nos deja tiritando en la
ubicua mitad del camino de la vida, ese lugar donde parecemos estar siempre,
hasta que un día cualquiera, finalmente, lo abandonamos.
Etiquetas: Artículos
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