Un coche cualquiera y un cuchillo grande de cocina. Está
claro que no hace falta demasiado para sembrar el terror y la muerte, paralizar
la opinión pública, colapsar las televisiones del mundo entero y obligarlas a
enfocar con sus cámaras el lugar de la tragedia. La rapidez con que viaja la
información convierte el recuento de víctimas, heridos o cadáveres en un lento
goteo donde se mezcla la necesariamente cuidadosa contabilidad oficial con el
vértigo inconsciente de los rumores, los dimes y diretes, los tuits y retuits a
vuela pluma, los memes, las valoraciones de parte, el complejo arco iris donde
se enmarcan todas las opiniones con la misma ligereza o solemnidad con que un
imaginario pavo real abriría el inmenso abanico de sus atributos y los
mostraría por inercia, por naturaleza, por compulsión de amor y muerte sin
reparar, ni siquiera por azar, en el dolor incurable de sus heridas. La vida
siempre sobrevive.
Huelga decir, claro, que no formamos una sociedad ni mucho
menos ejemplar, pero que nuestra forma de vida parece ser la mejor que podemos o
sabemos darnos, aunque en el viejo arcón de las utopías nos guardemos todos los
gulags habidos y por haber del universo con unas sumariales anotaciones a su
lado: «Este sistema no funcionó. Este fue un desastre. Este pudo ser, pero algo
falló. Este prometía, pero tampoco».
Ya he podido visionar, gracias a la BBC, un video bastante
borroso de la enloquecida carrera mortal sobre el puente de Westminster. Seguro
que los mil satélites que nos vigilan podrían ofrecernos mejores y más
fidedignas imágenes. Con todo, no parece que haya forma humana de prevenir por
completo estos atentados, salvo si una especie de «Policía del PreCrimen» (he
vuelto a ver «Minority Report», en efecto) pusiera sus siete sentidos en marcha
y fuera capaz de preservar el futuro abortando la violencia del presente antes
de que acontezca. El juego, no obstante, tiene su peligro. No sé si ese futuro
salvaguardado (¿salvaguardado por quién?) sería realmente el nuestro. No sé si
nuestra romántica idea de la libertad resistiría una hipotética libertad
vigilada, restringida, teledirigida.
Miro alrededor y el escepticismo me vence. La libertad que
tengo está en mis manos (y en las de mis obligaciones personales, familiares o
laborales, voluntariamente asumidas), pero también está en manos de un montón
de incompetentes (políticos, banqueros, sindicalistas, especuladores de variado
y espectacular pelaje) que dirigen el mundo como si fuera suyo, que usurpan y
trivializan el lenguaje como si supieran descifrarlo, que se dirigen a nosotros
como si con sólo dos o tres Grandes Palabras malabares bastara para
apaciguarnos. Pues no es así, por supuesto.
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