Páginas en blanco
Escribo cien, tal vez ciento cincuenta o doscientas palabras,
las leo y memorizo, las selecciono con cuidado y, después, las borro de golpe,
fulminantemente. Tengo ante mis ojos, de nuevo, la página en blanco, la
imprevisible página vacía de signos y huérfana, tal vez, de palabras, la página
que, pese a todo, no está vacía de signos ni huérfana de palabras, porque algo terrorífico
resplandece, algo revelador subyace en esa página como en todas; las palabras,
las frases que escribimos y luego borramos, las historias que nos cuentan, las
que inventamos o protagonizamos con idéntico ardor e inocencia, la vida que nos
late con esa otra tinta invisible que es, a su manera, la sangre que tomamos de
una herida que no sabemos si es nuestra o de todos. Ese tintero nunca se agota,
aunque puede que sólo se culmine en nosotros. En cada uno de nosotros.
He escrito lo anterior, lo he borrado y lo he vuelto a
escribir. Observo la página en blanco mientras escucho una música y un terror
lejanos. No sé si canta Ariana Grande,
pero creo que no. No sé si Salman Abedi
entona a gritos sus malditas, sus martirizantes letanías de odio, pero creo que
tampoco. No sé si, en fin, son los niños, los adolescentes, los padres
desesperados de Manchester los que claman, heridos de muerte, por una explosión
que, justo en este instante, amenaza con rompernos el alma que ya se les rompió
a ellos. Los estoy viendo, sin verles, los estoy presintiendo en esta página en
blanco entre nubes de metralla, de ira, de soledad absolutamente desquiciada.
Mis páginas en blanco tienen nombres de ciudades.
Manchester, ahora. Pero también Nueva York, Londres, Estambul, Madrid, Niza,
Estocolmo, Bruselas, Jerusalén, Copenhague, Dortmund, Damasco, Bombay, París,
Múnich... Mis páginas en blanco empiezan a ser como el mundo entero, aunque me
temo que no podrían ser de otra forma. Uno no deja nunca de escribir páginas en
blanco.
Otra más. Hoy comienza una nueva edición de la Feria del
Libro; esta vez en el Paseo del Borne, junto a las terrazas que tan poco le
gustaban, si no recuerdo mal, a Aurora
Jhardi. El dogmatismo tiene estas cosas. ¿O será el poder, esa voluntad
ciega, esa erótica invencible? Tanto da. Ella quería dejarnos a todos sin esas
terrazas, donde nunca me he llegado a sentar no sé muy bien por qué. Sin
embargo, me entretiene observar a la gente ahí sentada, como en permanente
exhibición; como esos libros que los libreros sacarán hoy a buscarse la vida
como si fueran, en fin, páginas en blanco. Lo son, pero hay que saber leer muy
bien para acabar encontrando en ellas algún pedacito de nosotros mismos, algún
vestigio clandestino del pasado, algún presagio aún sin cicatrizar del siempre
incierto futuro.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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