Pasearse ante una infinidad de libros que, directamente, no
me interesan o que, en algunos casos, hasta me desagradan no deja de ser una curiosa
experiencia para quien ha vivido bastante rodeado de libros; para quien creyó
que en los libros, al menos en algunos, habitaba el secreto parpadeante de la
existencia, la voz rota o la luz indecisa que perseguimos, a la vez que nos
persigue, mientras andamos y desandamos el laberinto del tiempo, ese lugar
donde el cuerpo, en ocasiones, no es capaz de contenernos, ese lugar donde la
mente, el conocimiento y el lenguaje juegan a ser la misma cosa sin lograrlo.
Nunca se consigue del todo lo que se busca.
Pero hay libros y libros, huelga decirlo; y los libros son
reclamos expuestos al sol un domingo de abril en que Palma se viste de librería
y San Jorge, a la sazón Jorge de Capadocia, coge de nuevo su afilada espada,
salva a la princesa, mata al dragón y convierte su sangre en una rosa roja. En
ese trasfondo, libros y rosas entrelazan su razón de ser y se convierten en una
forma de relacionarse: los hombres les regalan una rosa a las mujeres y ellas,
a cambio, les regalan un libro. No sabría explicar este comportamiento tan
peculiar, quizá tan exquisitamente sexista, más allá de la buena obra de satisfacer
a partes iguales a dos gremios de indudable utilidad, los libreros y los
floristas. Ni los escritores ni los jardineros tenemos vela en este entierro.
Anteayer, pues, Palma era un polvorín de libros. «Madrid ens
roba», clamaban varios cartelones en el tenderete de Més, cerca de Plaza
España, y ahí apenas había libros y los que había refulgían ceñudos, como si
sólo fueran libelos, como si el ardor o la ira los hubiera dejado sin palabras
y el silencio mortal de la estulticia los hubiera encogido, hubiera estrechado
sus lomos y convertido su tinta en la sangre invisible de un dragón que no
puede convertirse en ninguna rosa, porque donde no hay misterio ni temblor místico
no hay revelación ni tampoco conocimiento y donde no hay ensimismamiento no hay
otredad ni posibilidad alguna de empatía. A Fahrenheit 451 con todos esos
panfletos.
Luego están los libros que sólo son libros de usar y tirar,
como también lo son, tal vez, las mismas flores: nadie puede quitarles, no
obstante, ese profundo aroma que dura un instante y luego desaparece. O los
libros que dicen leer los políticos. Los libros para niños. Los libros para
empezar a soñar o para empezar a desesperarse, que no son pocos y que son
adorables y también peligrosos. Y finalmente los libros que no lee ni compra nadie,
que son los únicos libros con los que, realmente, me identifico, aunque no sé
por qué. O sí, pero no quiero decirlo.
Etiquetas: Artículos
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home