Observo la profundidad del espejo en los espejos y me pierdo
en la niebla. O en mí mismo. Me invaden la desazón y el escepticismo, me da,
incluso, hasta la risa desencantada de los que saben que nada importa
demasiado. Pero esto es lo que hay, me digo, mientras recuerdo haber entonado «La
estaca», aquella canción de los años setenta con la que Lluís Llach ocupó un lugar importante en mi juventud y, por lo
tanto, me guste o no, en mi vida. Recuerdo haberla cantado a gritos, con furia,
con rabia, con alegría y con esperanza, con todo lo que ahora me falta cuando
observo a un envejecido Llach amenazando, desde su atril áulico en el
parlamento de Cataluña, a los funcionarios catalanes, al menos a los no independentistas,
con la misma voz queda con que nos hizo entrever las puertas blindadas del
paraíso. Ese paraíso no existía o han sido gentes como él quienes se lo han
cargado convirtiendo la libertad en un títere en las manos siempre sucias del
nacionalismo, esa gran basura.
El paraíso, no obstante, ha sido siempre un lugar bastante esquivo.
Un lugar fronterizo donde no hay forma de quedarse, porque es un lugar de paso,
un peaje moral que, de vez en cuando, nos motiva a caminar mejor y más rápido,
más directamente hacia los objetivos. ¿Pero cuáles son los objetivos? Durante
el siglo pasado España fue un país bastante triste que, al morir Franco, fue recuperando la alegría y
las ilusiones. Con el nuevo siglo, que ya casi alcanza sus dieciocho años de
mayoría de edad, todo parece venirse abajo. Mal asunto. ¿Será cierto que
siempre estamos repitiendo los mismos errores, reviviendo el mismo fracaso, la
misma pesadilla circular?
Pero el tiempo pasa deprisa y pasa transportando, además,
cantidades industriales de material íntimo, sensible: recuerdos, ideas,
propuestas, convicciones. En efecto, las estanterías carcomidas de la memoria
están repletas de anécdotas que uno reescribe a vuelapluma intentando no
levantar el polvo, porque el polvo podría confundirnos, podría dejarnos ciegos
en mitad de ninguna parte y eso es, precisamente, lo que no queremos. Queremos
ir más lejos, como decía un irreconocible Lluís Llach en alguna de sus primeras
canciones.
Pero no queremos ir solos. Faltaría más. «Si vens amb mi, no
demanis un camí planer, ni estels d'argent, ni un demà ple de promeses, sols un
poc de sort, i que la vida ens doni un camí ben llarg». En efecto, queremos
seguir temblando con lo que nos hizo temblar, no de miedo, como presentimos a
día de hoy en el ambiente, sino de amor, esa gran suerte que tuvimos y que
nunca debiera abandonarnos. Por ella, por esa difícil gran suerte del amor,
luchamos entonces y seguimos, seguiremos luchando ahora. Para que no decaiga,
aunque Llach ya no se entere.
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