LA TELARAÑA: El bien pagado

martes, mayo 2

El bien pagado


La Telaraña en El Mundo.



 Dentro de un rato, unas horas o unos minutos, porque desconozco para cuándo están convocadas las manifestaciones de rigor, unas mil personas (quizá más, quizá menos) tomarán las calles de Palma armadas con banderas y pancartas, el dibujo de un mohín indefinido en el rostro y en el alma, la música destemplada de algún que otro pareado a modo de eslogan entre los airados labios y el silencio afuera, alrededor, tal vez adentro, muy adentro. Viajará con ellos un hálito envolvente, una nube densa, una bruma fantasmal de niebla, un perfume grave y añejo, una idea quizá romántica de la vida, la justicia y la economía que ya no sé si existe o si sólo habita en ciertos libros, acaso en el retórico manual del olvido.
 Podré entonces, dentro de un rato, unas horas o unos minutos, decir que ya ha pasado bajo mi casa la comitiva del 1º de mayo, esa celebración que fue tantas cosas antes de ser la pantomima que es hoy en día. Los sindicatos, en efecto, sólo son una vaga reminiscencia de lo que fueron y los trabajadores, ay, los trabajadores ya no tienen trabajo y el sueldo justo es una entelequia. Yo mismo no tengo otra cosa mejor que hacer que emborronar hojas de papel con la ficción que imagino, añoro o desespero, porque la realidad me duele por lo que es y lo que pudo ser, por lo que quisimos que fuera y ha acabado siendo. A lo mejor me duele, porque no soy capaz de entenderla del todo. Es que no hay manera.
 No puedo entender, por ejemplo, que Ignacio González cobrara 4.500 euros al mes por escribir dos artículos semanales en La Razón. ¿Tan bien escribía este hombre? Pues habrá que estar atentos a sus futuras cartas desde la prisión, desde luego. Mientras tanto, he intentado encontrar alguno de sus pingües artículos, pero no he tenido suerte. Su lectura es de pago (lo que no extraña dado lo difícil que resultará amortizarlos) y no tengo ganas, ahora, de ponerme a bucear por donde los piratas y los buques hundidos, las procelosas aguas turbias donde la luz apenas llega, si llega.
 Yo también escribo dos artículos semanales y les aseguro que, por desgracia, no cobro 600 euros por artículo. Ni por asomo. El presunto agravio, no obstante, no sé todavía de qué clase es. Aún no he decidido si debo indignarme, si debo dejarme vencer, a partes iguales, por la envidia y la resignación o si, por el contrario, debo dejar que la risa floja, que me sale de muy adentro, lo invada todo hasta convertirse en una magnífica carcajada. Quizá esa carcajada torrencial obre el auténtico milagro de poner a todos en su sitio; y a mí en el mío, que de eso y no de otra cosa, trata este viejo oficio de escribir.

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