LA TELARAÑA: El piloto virtual

viernes, marzo 9

El piloto virtual


La Telaraña en El Mundo.



 No sé si es cierto que el saber no ocupa lugar. Parece, así es, que cada día ocupa menos lugar. Hasta hace unos años no hacía otra cosa que acumular libros, enciclopedias, papeles sueltos, revistas, facturas y finalmente polvo en las múltiples y robustas estanterías de casa. Ahora, sin embargo, acumulo direcciones de páginas web en la lista de favoritos de mi navegador como si el saber fuera una constelación de lugares escondidos en esa oscura nube digital, en ese mapa del tesoro que sospechamos que nos ronda, en ese lugar virtual donde acabamos guardando todos los documentos, las fotos, las ideas más o menos trabajadas de nuestra vida. Todo ese material sensible cabe en unas pocas gigas (así se mide la capacidad en la nube, ese lugar que pensamos que no es físico pero que lo es, cómo no iba a serlo); unas gigas que valen o que cuestan, por supuesto, su peso en oro.
 Hasta la fecha tengo o he tenido compartimentos sucesivamente alquilados en OneDrive, Dropbox o ICloud, entre otros lugares de parecida o peor reputación, y sé que no me queda más remedio que pagar religiosamente mis suscripciones mensuales para que un sereno cargado de llaves y contraseñas mantenga en buen estado de conservación toda mi vida. ¿Es eso, de verdad, la vida? ¿Un montón de ideas más o menos trenzadas, inconexas, seguramente inacabadas? ¿Una docena de libros que fueron o no fueron? ¿Un sinfín de fotografías, de selfis, de paisajes escandalosamente tullidos, de garabatos escritos en la arena? Pues es posible que sí. En cualquier caso, lo único real e indiscutible, lo único dolorosamente seguro, aunque me duela, es que si dejo, algún día, de pagar los alquileres pactados todo lo que soy y he sido, todo lo que guardo de mí mismo como si fuera realmente mío, desaparecerá para siempre. Conmigo. O sin mí. ¿Quién sabe?
 Se mire como se mire, parece que la realidad -aparte de descomponerse en mil pedazos- se está desdoblando, se ha desdoblado ya, entre lo que podemos gloriosamente palpar y lo que debemos, qué remedio, buscar entre los restos del naufragio, en el pozo sin fondo de Internet. En esa red donde nunca se sabrá con certeza si somos los pescadores o el pescado. Pondré un ejemplo. Últimamente me ha dado por practicar el Sim Racing, es decir, el automovilismo virtual. Tendrían que verme con mi volante y pedalera, con mis guantes y mi cara de circunstancias cuando todos los pilotos del universo ponen en marcha sus formidables motores y me van dejando, inexorablemente, atrás: sin ir más lejos, entre Eau Rouge y Les Combes como entre La Rascase y Sainte Devote. Ya que no puedo competir por ser el más rápido, me consuelo intentando ser el más deportivo, el más limpio. Cuando lo consigo, sonrío y pienso: quien no se conforma es porque no quiere.

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