Al principio, la palabra
Al principio fue el simio. O no. Al principio fue el hombre.
Y ese hombre o ese simio del principio sólo se distinguen por su mayor o menor
capacidad para refugiarse en el lenguaje, para orientarse en el devenir
temporal de los recuerdos, para sumergirse en el piélago que nos late adentro
cuando intentamos demorar la mirada y dejarnos vencer por los sueños. Pasamos
demasiado tiempo durmiendo. Pasamos demasiado tiempo intentando dormir. Pasamos
igual que pasa el tiempo: demasiado deprisa. Cierro, pues, los ojos y me asomo
a la oscuridad centelleante como quien observa burbujear el agua hirviendo,
presiente el crepitar bullicioso del champán o se asoma, cauto y silencioso, al
abismo insondable de algún tipo de ácido asombrosamente corrosivo. Puede que,
al principio, fuera la palabra.
Mientras tanto, me dejo llevar por las constelaciones y los
números. Intento imaginar las cábalas más extrañas y ensayo, abandonado a la
suerte, los exorcismos que, por desgracia, nunca estuvieron a mi alcance. Han
pasado exactamente cincuenta años y Charlton
Heston sigue arrodillado sobre la arena reseca del río Hudson ante la
estatua decapitada de la Libertad y llora, grita, maldice, sigue maldiciendo a
la humanidad entera por lo que hizo, por lo que hará, por lo que no deja de
hacer ni un instante, por lo que hacemos, nos guste o no, en su nombre; y nos
maldecimos, entonces, a nosotros mismos, porque el futuro es también el pasado
y no hay forma de salir de ese círculo que nos rodea, nos contiene, nos asfixia a la vez que nos
acaba dando, tal vez, sentido. Es cierto, no podemos romper el hechizo porque
no conocemos las palabras exactas del sortilegio y nos falla la voz y el
acostumbrado refugio del lenguaje se parece, cada día más, al inhóspito lugar
sitiado de la intemperie. Hace mucho frío ahí afuera.
Ordeno otras imágenes, con las que podría, tal vez,
recuperar la fe en la humanidad. O en el simio. Recuerdo, por ejemplo, el
cochecito de un bebé descendiendo al galope las escaleras Potemkin. El trineo donde se lee «Rosebud» crepitando un instante entre las llamas antes de
desaparecer. Rick e Ilsa despidiéndose (siempre nos quedará París) entre la
niebla de Casablanca. Un barbero judío jugando, disfrazado de Adenoid Hynkel,
con la enorme bola del mundo. El monolito que convirtió a los simios en Dave
Bowman y a éste en el embrión de un ser que nacerá algún día entre las
estrellas. O que ha nacido ya, quién sabe. King Kong sigue cayendo desde las
alturas del Empire State Building. Roy Batty sigue preguntándose por qué ha de
morir mientras recuerda haber visto brillar rayos C en la oscuridad cerca de la
Puerta de Tannhäuser. ¡Cuánto se parecen los simios, los replicantes y los
humanos! Puede que, al principio, en efecto, fuera la palabra.
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