Quimeras sangrientas
La Telaraña en El Mundo.
De vez en cuando, regreso a Shiller, Goethe, Keats o Poe. Regreso a Byron, Hölderlin, Nerval o Víctor Hugo. Vuelvo
a Coleridge. A Espronceda, Blanco White o Larra. Vuelvo a respirar los inflamados aires del romanticismo como
quien huye de la realidad porque no puede, tal vez, soportarla. No es fácil, en
efecto, soportar el peso de la realidad sobre las espaldas: ni siquiera, el de
la realidad menuda y parcial que somos o nos gustaría ser. No es de extrañar,
pues, que muchas veces decidamos liberar lastre y sólo consigamos, sin embargo,
que se nos pueda describir como en un viejo poema en prosa de Baudelaire: marchando encorvados, en
mitad de una vasta llanura polvorienta, llevando cada uno a cuestas una quimera
enorme, un terrible animal que nos oprime y envuelve, que nos abraza letalmente
mientras proseguimos caminando sin saber a dónde vamos.
La realidad o sus monstruos, pienso, sin quedarme tranquilo,
porque presiento que aquí hay algo que falla. ¿Es la realidad, monstruosa? ¿Son
reales, los monstruos? ¿Y las quimeras? ¿Son la misma cosa, por así decirlo, la
realidad y los monstruos que la intentan suplantar? Creo que no, sé que no,
pero también sé que todo acaba dependiendo del grado de conocimiento, de la
capacidad de interpretación, de la creatividad imaginativa de cada uno y cada
cual.
Vuelvo a leer un párrafo escogido de los discursos a la
nación alemana del filósofo romántico Johann
Gottlieb Fichte y, ahora sí, decididamente, me echo a temblar: «Las
primeras, originarias, y realmente naturales fronteras de los estados son
indudablemente las fronteras internas. Aquellos que hablan el mismo idioma están
unidos entre sí por una multitud de lazos invisibles; se entienden entre ellos
y tienen el poder de hacerse entender cada vez con más claridad; pertenecen
juntos y son, por su misma naturaleza, un todo único e inseparable.»
He aquí un puente construido a principios del siglo diecinueve
para unir, específicamente, el romanticismo y el nacionalismo. Un puente que la
humanidad ya ha cruzado pagando, como mínimo, el peaje de las dos Grandes
Guerras. Una vasta llanura polvorienta en donde el nacionalismo catalán está
ensayando, ahora, su propia coreografía. Un puente a través del cual los
conceptos que, en otras circunstancias, nos podrían hacer mejores, se
convierten en los pretextos de un genocidio vergonzoso. Así, la nación y la
cultura, la lengua y el folclore propios se convierten en los cómplices de una
libertad impostada, de una libertad que, según la pintara Delacroix, es una hermosa mujer que guía al pueblo con la bandera y
los pechos al aire dejando a su paso la indescriptible desolación de un montón
de cadáveres. Es lo que suele pasar cuando se quiere avanzar pisoteándolo todo.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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