Los islotes federados
La Telaraña en El Mundo.
El Día de las Baleares amaneció en Palma, la calle Olmos húmeda
y semivacía, los cristales de las ventanas repletos de chorretones, con la
sensación de que el frío gélido del este está empezando a ceder su lugar al sol
de costumbre, a ese sol que no tardará demasiado en reinar en esta plaza de
arena sin toros, sin sangre, sin ni siquiera ardor o furia. Es posible, pues, que
el tiempo atmosférico influya en nuestro carácter y que por ello nos molesten
tanto las salidas de tono, los exabruptos, las exageraciones y, en definitiva,
el ruido infernal de quien no piensa lo que dice (o al revés, quién sabe) y las
ideas y los conceptos, las frases y las palabras le salen tergiversadas y
mordidas, le salen renqueantes y hasta magulladas, le salen como aquellos seis
personajes deambulando desnortados, huérfanos, en busca de su autor en una obra
de teatro del absurdo que, por desgracia para nosotros, esta vez, no ha escrito
Luigi Pirandello. Ni por asomo.
Francina Armengol
no da para más teatro que para el teatro nacional, costumbrista y local que nos
ronda (y repite) cuando las autoridades toman el escenario del Palacio de
Congresos (en vez del Teatro Principal, al fin) y lo convierten en el lugar de
los abrazos y las sonrisas, los discursos sectarios y la entrega melancólica de
medallas o medallones, cuantos más mejor. Pasa cada año, cuando los premios
Ciutat de Palma o muy a menudo, cuando la OCB decide darse un auto homenaje a
nuestra costa, y volvió a pasar durante la entrega de los premios Ramon Llull,
mientras Armengol nos convertía en una absurda parodia del surrealismo más absurdo,
ideológico y, por lo tanto, vacuo al proclamar, según leo, que somos «cuatro
islas unidas por el mar que hacen posible una cultura de federalismo interior».
Nada menos. O nada más.
No sé muy bien qué cultura es esa, porque aquí, como en
todas partes, la gente busca vivir cada día un poco mejor -o un poco igual y
que no nos quiten lo bailado, por favor- intentando aprovechar lo que tiene o
encuentra a su alrededor o al alcance de su mano. El turismo, por ejemplo. La
economía colaborativa y hasta digital, si hay suerte y procede, cuando la
economía de mercado pinta corrupta y, además, no nos da ni para pipas. Cierro
los ojos y dibujo en la oscuridad cuatro islotes varados en el centro mismo,
por supuesto, del universo (sin contar Cabrera, Dragonera, Conejera y otros
islotes más cuyos nombres no quiero recordar) e imagino una espesa niebla, como
si fuera una red de puentes imaginarios, uniéndonos los unos a los otros y
viceversa; y a esa niebla, por llamarla de alguna manera, la llamo federalismo
interior y me quedo como Armengol: sonriente, pero en la inopia. Sólo le faltó
este año, a Armengol, la medalla a Valtonyc.
Pero todo se andará, seguro.
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