La Telaraña en El Mundo.
Mi relación con Facebook es tan sólo propagandística. Es
decir, utilizo esa red social para dar a conocer cuanto escribo a sabiendas de
que no voy a participar en ningún debate si a algún lector despistado,
perspicaz o curioso le da por intentar sacarme de mis casillas. Eso no
sucederá, porque no ha sucedido nunca y porque, a estas alturas de la vida, ya
sé qué lugar ocupo entre mi gente, entre la que quiero más o quiero menos,
entre mis amistades reales o virtuales, entre mis conocidos y desconocidos de
cada día desde hace tiempo. En efecto, debo llevar veinte años dejando alguna
que otra huella en ese territorio comanche que son los foros y grupos de
Internet, las múltiples redes de hoy en día y, sobre todo, las de antes, cuando
aún no existían las redes sociales y las noches se convertían en chats heroicos
contra la precariedad de las líneas de cobre y las tarifas planas de Telefónica,
contra la agonía de las horas lentas y sudorosas, contra las cascadas sucesivas
de soledad que sólo la presencia de algún Nick
escogido en pantalla podía romper y, de hecho, rompía.
Pero en Internet, mucho más que en la vida real, no hay nada
gratis. Absolutamente nada. Puedes conseguir, es cierto, un montón de libros
traducidos y por traducir. O un catálogo infinito de películas y series que no
sabes si ya las han estrenado o si las estrenan pasado mañana. Puedes acceder
al abandonware más nostálgico y
adictivo o a los juegos más modernos y exigentes. Puedes leer las tesis más o
menos disparatadas y hasta doctorales, si se tercia. O sumergirte en las
noticias más falsas del universo y también en las más verdaderas, las que casi
nadie alcanza a leer, a entender, a considerar siquiera. Puedes fingir ser,
incluso, un cazador experimentado de sombras o un manipulador anónimo de circunstancias,
ficciones o sentimientos.
Pero tanto da. Te persigue un espejismo. Nos persigue a
todos un espejismo. Un elegante cobrador del frac que nos tiene fichados de por
vida para olisquear, gracias a nuestro exhibicionismo, el ombligo del mundo, el
vórtice (ese concepto que me recuerda a Ezra
Pound, pero, sobre todo, a Henri
Gaudier-Brzeska) del universo, la mejor manera, tal vez, de aproximarse con
lentitud, con calma, con voracidad, a la grandeza indescriptible del Big Data: a
la Verdad en mayúsculas o a Dios mismo en persona, al eufemismo demoledor de
ver todas nuestras trifulcas dialécticas convertidas, definitivamente, en el
triunfo soez de la estadística y los grandes números. No podía ser de otro
modo. Quizá por ello nos gusta tanto palparle el pelaje áspero y enmarañado a
estos tiempos actuales de miseria contextual, de cotilleo vulgar, de pensamiento
débil y mediatizado, de libertad en venta y hasta en cómodos plazos. Cómo no.
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