Hologramas y cariátides
La Telaraña en El Mundo.
Llevo varios días perdido entre las ruinas de Atenas. Puedo
refugiarme (y así lo hago) entre la multitud de turistas que recorre con ánimo festivo
el centro comercial de la ciudad, comiendo muy bien y a buen precio en una
cualquiera de las innumerables tabernas y restaurantes de Plaka, Psyrri o
Monastiraki, o puedo perderme (y así lo hago también) por los arrabales dejados
de la mano de Dios y los hombres, donde los inmigrantes ocupan viviendas de
papel quemado, siempre a punto de venirse abajo como castillos de naipes, y
donde los indigentes y mendigos duermen bajo los arcos espléndidos del cielo,
mientras el calor de marzo empieza ya a saber a plomo sobre la tez, sobre las
espaldas, sobre la conciencia telúrica, tal vez, del universo.
Llevo varios días, en fin, imaginando hologramas, intentando
capturar líneas de luz y también de tiempo, convirtiendo la sobrenatural Acrópolis,
por ejemplo, en el decorado perfecto de unos hombres enloquecidos y desnortados
por culpa, tal vez, de unos dioses excesivamente caprichosos. Me detengo (o el
tiempo se detiene por mí) frente a un solar casi vacío e imagino el monumento
dórico a Nikias que ahí, orgulloso, se levantaba en otro tiempo, según reza una
lápida. Hago lo mismo donde estuvieron, al parecer, el Templo de Artemis o la
Calcoteca, donde se guardaban las ofrendas a Atenea, los santuarios de Pandión,
Gea Karpófora o Zeus Polieus, entre otros. Escaneo esas ruinas indescifrables
buscando palpar la gran belleza que ya no está, la grandeza que tampoco, ese
temblor ausente que fue y que, pese a todo, sigue siendo, porque siempre queda
algo en el aire de lo que fuimos o de lo que fueron otros por nosotros.
Luego está el azar (y lo que queda, si queda algo, de los
dioses) y unas imágenes sobrevenidas en una televisión griega -el rostro
sonriente de un niño asesinado en Almería, la sombra andante y negra, negrísima
de la muerte, las lágrimas de todos, el revuelo de los pescaítos en las redes sociales, el duelo permanente en la España
de siempre- me restituyeron a la realidad a la que pertenezco, me devolvieron
al hedor, la tragedia, la decepción perenne, la tristeza y las alegrías, la idiosincrasia
cruel y vertiginosa de una España que intento dejar atrás sin apenas éxito.
El único holograma tristemente real que encontré en Atenas
está en la Plaza Sintagma y es el holograma del Parlamento donde hoy gobierna Alexis Tsipras, el mismo tipo de holograma
de piedra, en vez de luz y tiempo, que existe, por ejemplo, en el Parlament de
Palma, en la Sala de las Cariátides, sin ir más lejos, donde las columnas con
forma de mujer son las únicas que soportan -y sólo ellas saben cómo- el peso de
la democracia simulada y retórica en que vivimos a la espera, tal vez, de tiempos
mejores.
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