El fascismo
Siempre hui de las etiquetas igual que me dejé llevar por el
abanico refrescante de los matices, por el espejismo de los sueños y las
pesadillas, por las variables imprevistas e incluso catastróficas de la
existencia, por el azar matemático que no es, en absoluto, azar, sino compleja
combinación matemática, implacable resultado de tantas y tantas operaciones
cuyas incógnitas (su razón de ser y la nuestra) no podremos nunca revelar. Ni
falta que nos hace, pienso, cuando me digo que no sabríamos qué hacer con todos
los enigmas de la existencia revelados, con su más que posible sinsentido
global, con el absurdo incontestable de la vida puesto, al fin y quizá para
siempre, al descubierto: ante nuestros ojos tumefactos como caracolas de mar envueltas
en tristísimo chapapote.
Pero el mundo ha ido simplificando su lenguaje; es decir, se
ha ido achicando como un pavo real desplumado a la hora púrpura y fundacional del
cortejo, se ha ido plegando como un acordeón herido y cabizbajo, sin corazón ni
fuerzas como para insuflar entusiasmo alguno. Aquí dentro, en este mundo que asemeja
una mala parodia de sí mismo (y quizá lo sea), estamos obligados a dar fe de la
dolorosa rutina de ir viendo cómo la gente (hasta los mejores, los que alguna
vez admiramos) se encoge y se hace menor y hasta mínima, en vez de mayor y, por
el paso de los años, serena y reflexivamente vieja.
Aquí dentro sentimos la asfixia como algo que crece en
nuestro interior y nos ocupa del todo: nos deshabita y desahucia de nosotros
mismos. Aquí dentro respiramos la ignominia general y nos asombramos de que la
política parezca haberlo invadido todo; me refiero, por supuesto, a un tipo muy
especial, grosero y hasta venenoso de política que nace, se alimenta y
reproduce en el albañal tumultuoso de las redes sociales, los platós de las
televisiones y el montaje entre cibernético y detectivesco de lo que damos en
llamar las “fake news”, las noticias falsas. ¿Hay algo peor que una noticia
falsa? Una detrás de otra, me temo.
Pero hay más. En realidad, suceden cosas bastante raras. La
izquierda, por ejemplo, ha encontrado su razón dialéctica de ser en considerar
como fascistas a todos los que vamos y venimos de un lugar a otro sin más fe
que nuestra forma de ver la vida y sentirla: nuestro escepticismo de andar por
casa sin saber cuánto tiempo tardaremos en hacer las maletas. Que me llamen
fascista, a estas alturas, no me preocupa; igual me lo tengo merecido por haber
votado a Felipe González en su
momento, en aquellos días en que éramos jóvenes y había un fascismo auténtico
contra el que luchar, un fascismo que la ejemplar transición democrática dejó
muy atrás y que un maldito grupo de descerebrados, hoy en día, parecen querer
resucitar. Muy mala, pésima idea.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home