La ciudad de los manteros
La Telaraña en El Mundo.
Bueno, bonito y barato. La vida en el blanco y negro de una
sonrisa grande con los dientes blanquísimos y la mirada triste, muy triste. O
no tan triste. Fuera tópicos. Aquí el romanticismo importa más bien poco,
porque todo acaba siendo una puñetera cuestión de dinero, una prosaica
necesidad de supervivencia. Bueno, bonito y barato, pero tampoco tanto. ¿Para
qué vamos a engañarnos? La vida anda a la deriva con los manteros, a la deriva
incontenible de un rabioso blanco y negro entremezclados: podemos perfectamente
dibujar ese color difícil, sentir su violencia metafórica y hasta dejarnos
llevar por la demagogia sangrienta de una obra de mano barata allá en los
territorios ocupados por el manto alargado y tenebroso del capitalismo. Nuestra
maravillosa forma de vida o nuestra manera de relacionarnos con las cosas.
Incluso con los hombres y las mujeres, por supuesto.
¿Se nota que andamos instalados en el gris tranquilo que
tanto detestamos conceptualmente, pero que, al mismo tiempo, tanto nos
tranquiliza? No sé si se nota. Hace demasiado calor y los mosquitos, estas últimas
noches, pacientemente, han acabado dibujando en mi pecho una constelación
enorme de menudas estrellas rojas expandiéndose, quizá a la fuga o quizá a la
deriva, como los manteros. Resoplo, mientras permanezco atento al recorrido
intermitente de una gota de sudor que va bajando por mi sien, por mi cuello,
por ese infierno de estrellas que es mi cuerpo en este instante. Abro la
televisión en la esquina inferior derecha del escritorio y paseo virtualmente
por las Ramblas de Barcelona, como si los manteros hubieran ocupado el universo
y no hubiera lugar -al fin- para que ningún coche suicida volviera a perpetrar
el atentado del 17 agosto de hace casi un año. Pasa el tiempo y las víctimas
siguen solas y, al parecer, mucho más divididas que los manteros que han
convertido el metro de la ciudad condal en una especie de zoco que me recuerda
al Gran Bazar de Estambul, pero en pobre; y los muertos que son muertos de
todos acaban siendo sólo de algunos.
A los manteros de Palma que no son tantos como los de
Barcelona, y que no temen al alcalde Noguera
como, tampoco, a la alcaldesa Colau,
me los encuentro, en no pocas ocasiones, sentados entre hatillos medio abiertos
y hojas arrugadas de periódicos en las viejas calles con escalinatas de piedra
que suben o bajan desde los alrededores de la Plaza Mayor hasta los aledaños de
la Plaza del Mercat. Ahí parece que hacen cuentas, se distribuyen la mercancía
o, quizá, el territorio: ahí se miran cómplices, atemorizados o contentos. Paso
a su lado y la verdad es que no suelen ni verme: saben que sólo estoy de paso
como todos ellos. De paso y sin saber hacia dónde (a estas alturas y sí, vaya
que me duele reconocerlo).
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